martes, 10 de diciembre de 2013

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 Fernando IX University
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 Caída la dictadura, se volvió a la formula tradicional y convencional de prensa libre pero responsable: el decreto legislativo 271 de 1957 fijo las reglas básicas para su aplicación. Como en los años de 1910 a 1940, este decreto no generó restricciones importantes y continuas, pero se prestó para uno o dos casos de conflicto, como la denuncia de Enrique Gómez Hurtado a Silvio Villegas, director de La República, por un artículo en el que era acusado de operaciones comerciales ilegales, que condujo a la condena de Villegas a seis meses de cárcel.

A partir de entonces, las normas legales no han dado pie para limitaciones importantes. La prensa ha gozado durante casi 50 años de una libertad legal prácticamente total frente al estado. Criticada por el despliegue dado a informaciones sobre orden público, que podrían ayudar los objetivos de los grupos armados, la prensa respondió en algunos casos con compromisos, no cumplidos, de autocensura: en 1961, por ejemplo, se hizo un pacto para reducir las publicaciones sobre violencia, con la única oposición del periódico Tribuna de Ibagué. En forma similar, El Tiempo anunció en 1984, tras señalar que buena parte del poder de guerrilleros y narcotraficantes provenía de la prensa, que dejaría de dar despliegue a las actividades de los grupos subversivos: al poco tiempo el cubrimiento había vuelto a la rutina usual.
En este terreno de la información sobre orden público, sin embargo, si se han aplicado algunas restricciones al cubrimiento radial y televisivo. El estatuto de seguridad de 1978 estableció restricciones secundarias a la información, con base en las cuales se cerraron algunos noticieros radiales. En el gobierno de Cesar Gaviria se expidió un decreto que prohibía la entrevista de guerrilleros, que está vigente, pero que solo ha tenido intentos espasmódicos y pronto olvidados de cumplimiento . El tratamiento diferente a la radio y la televisión se apoya en la definición del espectro electromagnético como un medio de propiedad del Estado, que puede regularlo y controlarlo.
La Constitución de 1991 hizo un esfuerzo muy claro para reformular las bases constitucionales de la libertad de prensa. En efecto, consagró explícitamente la libertad de expresión, pero en una formulación que mezcló libertad de expresión y derecho a la información en un solo texto, el del artículo 20: “Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir sus pensamientos y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial y la de fundar medios masivos de comunicación. Estos son libres y tienen responsabilidad social. Se garantiza el derecho a la rectificación en condiciones de equidad. No habrá censura”. Esta redacción, al tiempo que buscaba garantizar la libertad del periodista frente al Estado (no habrá censura, los medios masivos de comunicación son libres, se garantiza la libertad de expresión), y que definía unos derechos relativos a la libre empresa en el campo de los medios, introducía la idea de la libertad (o, lo que sería más apropiado, el derecho) de las personas de recibir información “veraz e imparcial”.
Este último texto ha producido dificultades y vacilaciones interpretativas. En efecto, es posible pensar que lo que debe garantizarse es el derecho a recibir cualquier clase de información, sin que otras personas diferentes al ciudadano determinen si es una información veraz e imparcial, y que incluso debe protegerse el derecho a recibir información orientada por perspectivas ideológicas y religiosas, así no sea imparcial. En esta perspectiva, la imparcialidad en la información surgiría de la existencia pluralista de medios de comunicación con perspectivas, con sesgos y parcialidades diferentes. En sentido contrario, esta norma puede interpretarse como una obligación, derivada de la responsabilidad social de los medios, de que cada medio, cada texto publicado, sea imparcial y pluralista .
En los primeros años de vigencia de estas normas, las cortes, y en especial la Corte Constitucional, parecieron orientarse en el sentido de la segunda interpretación Algunas de las sentencias de la Corte Constitución, apoyándose en las obligaciones de verdad e imparcialidad, validaron normas que borran el principio constitucional de que no habrá censura, o consideraron que no estaban protegidas por la libertad de expresión caricaturas “desproporcionadas o contrarias a la educación cívica” Esta tendencia evoca fuertemente la mentalidad antiliberal del siglo XIX, cuando los grupos conservadores y tradicionalistas alegaban que el error no tenía derechos. En efecto, hubo sentencias en las que esto se hizo explícito, al señalar que la única información protegida por el derecho a informar es la que es verídica e imparcial: la información parcial o sesgada no tiene derechos. Un ejemplo puede ser el texto siguiente de una de las tempranas sentencias de la corte constitucional (Sentencia T 332 de 1993): “Significa ello que no se tiene simplemente un derecho a informar, pues el Constituyente ha calificado ese derecho definiendo cuál es el tipo de información que protege. Vale decir, la que se suministra desbordando los enunciados límites -que son implícitos y esenciales al derecho garantizado - realiza anti-valores (falsedad, parcialidad) y, por ende, no goza de protección jurídica; al contrario, tiene que ser sancionada y rechazada porque así lo impone un recto entendimiento de la preceptiva constitucional".
En forma paralela, las primeras sentencias de las cortes tendieron a dirimir los conflictos entre libertad de información y derecho a la intimidad personal y el buen nombre dando prioridad a este último. La tendencia era que “en casos... en que estén de por medio delitos no comprobados judicialmente, en términos generales, el derecho a la información debe acomodarse a los derechos a la personalidad y no viceversa”. Esta interpretación, desarrollada en varias sentencias, puede conducir a un amordazamiento intermitente, aunque no muy estricto, de los medios. En desarrollo de este principio se prohibió la circulación de un libro que refería los incidentes de una separación conyugal, y se ha consolidado una interpretación del respeto al buen nombre que impide señalar como delincuente a alguien que no ha sido condenado. Recordemos que Iván Urdinola, un conocido jefe de un cartel de drogas, por ejemplo, ganó una tutela, avalada por la Corte Constitucional, contra el medio que lo había tratado de narcotraficante, y que un periodista, Germán Castro Caicedo, debió modificar un libro para retirar afirmaciones ciertas pero no probadas judicialmente. La justicia colombiana, lo sabemos, condena a muy pocas personas: menos del 2% de los homicidas, por ejemplo, y una parte pequeña de los narcotraficantes. Depender de los fallos judiciales impediría el combate, muy urgente en Colombia, contra la corrupción pública y la ineficacia judicial y por supuesto llevaría a confundir la absolución judicial, que muchas veces se logra por vencimiento de términos, con la absolución política e histórica y a que la impunidad judicial tuviera que ser acompañada de la impunidad histórica.
En este ambiente, los medios han enfrentado demandas y acciones de tutela de personas que consideran que su honor y buen nombre han sido afectados por determinadas publicaciones. Aunque es temprano para evaluar el impacto de tal situación sobre la libertad de expresión, la impresión general es que no se está generando un amordazamiento preocupante de los medios, aunque algunas decisiones han llevado algunos procesos judiciales estos procesos al nivel de espectacularidad y surrealismo que fue común en el siglo XIX: negativas a rectificar o aclaraciones a la rectificación que llevan a prisión por desacato de los directores de medios, e instrucciones kafkianas u orwellianas de jueces que redactan el texto de una rectificación pero prohíben que se mencione o se de a conocer en cualquier forma que la rectificación ha sido ordenada por un juzgado. Este procedimiento evoca sin duda el que aplicó el gobierno de Rojas Pinilla a El Tiempo, y que llegó a este periódico a preferir el cierre a publicar como propio un texto redactado por la presidencia de la República: a nombre de la prensa veraz, en cierto modo, se obliga a los periodistas a publicar un engaño o se quiere entrar a su fuero interno o moral, exigiéndoles no solo que publiquen una rectificación, sino que se convenzan de que la rectificación tiene razón. El procedimiento de la ley de 1888, tan represiva en otros aspectos, podría ser más adecuado: garantizar al ofendido un espacio igual para rectificar los ataques a su honra, buen nombre o intimidad y por supuesto, sujetar a los periodistas a responsabilidades civiles cuando hayan actuado en forma negligente o dolosa contra el honor y el buen nombre de las personas.
Por otra parte, en años más recientes, sin embargo, la Corte parece haber cambiado los acentos y dado cada vez más peso, cuando la libertad de expresión entra en conflicto con el derecho a la privacidad y la protección del buen nombre, al papel central que aquella tiene en el mantenimiento de una sociedad democrática. Por ello, ha limitado el concepto de privacidad de los personajes públicos o de “notoriedad pública”, ha señalado que en caso de conflicto entre el derecho a la privacidad y la libertad de expresión prevalece ésta y ha aceptado que los riesgos de abusos no pueden conducir a restricciones previas de la libertad de expresión. Sin embargo, estos argumentos han sido en general teóricos, expresados como principios generales: en el caso más interesantes, después de afirmar lo anterior, se concluye que dado que los funcionarios públicos afectados por una publicación que transcribía un informe de inteligencia no tienen un poder similar al de la prensa, esta no puede publicar tal informe sin confrontar las fuentes, pero en el sentido de que debían confrontar independientemente la veracidad de los hechos presentados en el informe oficial, lo que transfiere la obligación de los funcionarios públicos de no usar la prensa como medio para sembrar noticias falsas o manipulativas a los periodistas, bajo la forma muy onerosa de la obligación de verificar independientemente lo que les aseguran los miembros del gobierno
Estas situaciones, sin embargo, deben ser entendidas como parte del proceso normal de desarrollo de principios adecuados de interpretación de normas constitucionales que garantizan independientemente varios derechos, sin anticipar la forma de hacerlos compatibles en caso de conflicto. Representan restricciones que no afectan substancialmente la libertad de expresión y que cuando lo hacen es porque, aplicando una norma constitucional o legal, los jueces encuentran que la protección de otro derecho, como el de la defensa de la vida privada, tiene mayor importancia en un caso concreto.Fernando IX University
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